viernes, 21 de septiembre de 2018

Pequeños escribientes

Hace poco tuve el honor de leer cientos de textos escritos por chiquitos de sexto de primaria que acaban de pasar a la secundaria. Los textos relatan, de muy diversos modos, la manera como estos niños, que están dejando de serlo, ven la vida a su alrededor. Había textos de niños campesinos, otros son de la ciudad; algunos viven con sus papás, otros con abuelitos o tías; los menos, solos.
     Hubo uno en particular que me atravesó el corazón de parte a parte. La escritura era muy difícil, llena de todos los problemas conocidos de ortografía, segmentación, concordancia... Y, sin embargo, había algo más ahí, latiendo poderosamente. 
     Como era difícil de leer, el texto y sus múltiples problemas me obligaban a leer muy despacio, casi letra a letra; así me enteré de cómo el niño observa a su abuela lavar su nixtamal sin ser apenas notado; cómo la abuela va y viene de la molienda, todo lo que siembra en su milpa, cuidadosamente enumerado, cómo la vida transcurre entre estaciones, tierra, cielo y silencios. El niño planea leer libros durante sus vacaciones, para llegar mejor preparado a la telesecundaria.
     Una telesecundaria...; no me jodas.
     En otro texto del mismo chavito me entero de la profundidad casi viril, casi adulta, aún infantil, pero brutalmente cierta del cariño que siente por su amigo, al que pronto dejará de ver, pero al que le asegura con fiereza que no olvidará nunca porque nadie nunca podrá reemplazarlo. Me olvido de las mil faltas de ortografía: este niño no le tiene miedo a las palabras. Y escribe largo, ocupa todo el espacio de que dispone con letra apretada, uniendo y separando las palabras con valentía. Escribe mucho. Y no le tiene miedo a las palabras, no: las obliga, a punta de repeticiones y tropos, figuras poéticas, enfáticos por iteración, las doblega sin saber qué es nada de esto, las obliga a expresar la profundidad de sus sentimientos. 
     Todavía hay otro texto más de este mismo niño, distinto en todos sentidos a los cientos que he leído antes; y es de una belleza que me llena de lágrimas los ojos, porque ¿quién es este niño?, ¿¿supo su maestro que tuvo frente a sí a un niño poeta, un niño que absorbe la vida con toda la piel para después desbordarse en el papel, explicándola, respirándola, reconfigurando con palabras su vida?? ¡Hay un niño lleno de palabras en algún lugar de este país, en algún pueblo donde una abuela lava su nixtamal junto a sus pepinos y sus tomates, su maíz y sus calabazas! ¡Alguien, por piedad, alguien encuentre a este niño! Necesito leer todo lo que tenga para escribir; mi vida -y también la de ustedes, ¡se los juro!- necesita leer esas palabras que aún no han sido escritas.
     Pero... si va a ir a una telesecundaria... ¿llegarán algún día esas palabras a cobrar presencia en traza de tinta?

El trabajo gracias al cual tuve el privilegio de leer a este niño llegó a su fin. Nos dieron las gracias junto con la promesa de pagar tan pronto fuera posible, nos abrazamos y cada quien de vuelta a sus cosas  y al carajo. 
     Y sin embargo, hay noches en que, en la oscuridad del insomnio, miro las sombras en el techo y veo... a un abuelo que pesca en su canoa ante los ojos asombrados del nieto; a una madre que cocina y que le ha prometido a su hija contarle la historia de su vida en esas vacaciones; veo... a un niño que se aferra con todas sus fuerzas al hermanito que le queda y al que llama "su león", y luego veo a una niña que se cae de un tobogán y se muere de la risa; a otra que planea una fiesta de cumpleaños, y a otra más que le suplica a su mejor amiga que siempre la salude, aunque se vuelvan adultas, aunque dejen de ser amigas, que por lo menos siempre se saluden.
     Mi corazón llora por esos niños. Y, sobre todo, llora por mí; para usar una expresión que me regaló uno de esos niños, "mi corazón se desvacía" al pensar en todas las palabras que sé que necesito leer y que quién sabe si algún día encontrarán su camino, más allá de la tierra y sus milpas, las palabras de ese pequeño escribiente que no le tiene miedo a las palabras.
     Las noches son largas desde que vi mi país escrito en cientos de textos, a través de miradas, a veces atentas y con frecuencia apesadumbradas.

lunes, 2 de julio de 2018

Esta vez ganamos nosotros

Crecí en una familia cuyos ideales políticos se han definido siempre dentro de los límites del conservadurismo: siempre han votado o por el PRI o, los más incluyentes y propositivos, por el PAN.
            La cosa es que, además, crecí también oyendo hablar del 68, del 2 de octubre, de lo glorioso que es nuestro ejército, todo ello mientras viajábamos por el país en carro, todo el camino hasta Monterrey, o todo hacia el sur, a Oaxaca, donde están las familias materno-paternas; mis ojos de niña no lograron conciliar la pobreza brutal del campo, su belleza devastadora y los discursos familiares; así que, en cuanto el concepto tuvo sentido en mi cabeza, me di cuenta de que soy izquierdosa. A lo mejor nací así, quién sabe.  Pero por ser la única en mi familia que no ama al PAN ni al ejército, aunque todos saben que soy la oveja descarriada (por años, amarilla; ahora, morena), mientras no ande regando mis ideas en voz alta, me toleran (o sea, me ignoran y hacen como que no se enteran).
            Por lo mismo, he sido siempre muy crítica respecto a las causas que apoyo, porque sé que todo lo que creo y aquello por lo que lucho es cuestionable y lo que le sigue, entre la gente con la que convivo. Procuro ser prudente y los escucho despotricar contra la izquierda, hacer picadillo a los candidatos que considero mejores para el país y hacerse fuertes unos a otros.
            A pesar de todo ello -o quizá, más bien, debido a esto-, he desarrollado a lo largo de los años una constante actividad política a contrapelo, rabiosamente antigobierno y convencida de que la vida política se juega en el día a día, desde la pequeña trinchera que es la propia vida, más, mucho más allá de los partidos políticos, a ninguno de los cuales he pertenecido nunca.
            Por ende, llevo todos mis años observando el ir y venir de presidentes a los que detesto y de los que no espero nada; incluso Fox, en su momento, me pareció poco digno de esperanzas. El día que ganó, mi mamá quiso ir al Ángel a celebrar, pero al final no se animó y se quedó viendo los festejos en la tele; supongo que, de haberse animado, la hubiera acompañado para mirar, desde el margen en el que me siento siempre más cómoda, la dicha de los panistas.
            Así, pues, nunca pensé que celebraría el triunfo de ningún candidato; ¿de quién?; desde que Cárdenas nos traicionó como jefe de gobierno del DF y mandó a la PFP a hollar con sus patotas bestiales el suelo de la UNAM, mis expectativas políticas se redujeron a lo que un puñado de luchadores sociales son capaces de hacer por autogestión y organización en corto.
            Mi desilusión no hizo más que ahondarse hace 6 años cuando Peña Nieto se robó la presidencia y al preguntarle a nuestro candidato AMLO qué procedía nos salió con la cobardía del “espérense”.
            “Espérense”… ¡pero si llevamos toda la vida esperando!
            Me enojé y viví encabronada durante 6 años, con el Peje y con Morena.
            Entonces llegó el fin del sexenio, las candidaturas, los debates; llegó Meade y el Bronco, de nuevo AMLO, y llegó Anaya.
            Anaya… donde en el diccionario pone “traidor” aparece por definición su foto y su curriculum vitae. Algo sé yo de traiciones, políticas y personales: un traidor como dirigente de la patria es simplemente inconcebible para mí.
            Y quise reconsiderar a AMLO; pero la gente que lo rodeaba me sacaba ronchas desde donde empieza hasta donde acaba; ¿¡qué hace el PES, la derecha ultraconservadora, ahí?!
            No votar tampoco era opción. Nunca lo ha sido, al menos no para mí, pero ahora, menos.
            Seguí los debates, todos; leí las plataformas de Anaya y del Peje, completas; y vi a mis amigos dividirse entre anayistas y amlovers; estos, esperanzados pero temerosos; aquellos, agresivos, separatistas, clasistas; todos, necios. A los anayistas no se les podía decir nada, porque todo les ofendía y de todo se enojaban; a los amlovers, en cambio, todo se les resbalaba: entre más piedras les tiraban, más alta levantaban su pared.
            Después del segundo debate, yo ya tenía claro por quién no votaría bajo ninguna circunstancia; lo malo fue que eso me dejó una sola opción: Andrés Manuel. Y votar por él para no votar por los otros me parecía lo más jodido y apátrida posible.
            Finalmente, una voz lúcida y tranquila escribió “Y porque, entre mis creencias y la desesperación de los demás, elijo la desesperación de los demás”, en un artículo maravilloso cuya idea principal era que el voto, esta vez, no debía ser una cuestión individual sino colectiva.
            Así que voté por AMLO. Jamás imaginé que ganaría. Estaba absolutamente cierta de que habría chanchullo, como siempre, que se caería el sistema, que se cometería fraude, que me pasaría otros 6 años odiando a un infeliz traidor… como siempre. Pero ganó. Yo no daba crédito… ¡ganó! Y ganó por mayoría calificada, aplastante, avasalladora.
            En cuanto oí a Anaya aceptar la derrota (lo cual me impresionó; yo juraba que iba a montar otro de sus fabulosos berrinches), decidí que esta vez no me iba a quedar al margen; que esta vez, yo tenía que ser parte del festejo, porque esta vez, sólo esta vez, ganamos.


La chica delante de mí había ido a votar en su pueblo, en Jalisco, junto con toda su familia; luego metió varias cosas en su mochila y se lanzó así, como va, a la Ciudad de México en representación de todos los suyos, porque en su casa decidieron que, si el Peje ganaba, al menos uno de ellos tenía que estar ahí.
            La que estaba detrás de mí se pasó las tres horas clavándome el codo y empujándome con su panza; recordándome por qué siempre me quedo al margen, hasta atrás, observando. Pero no esta vez; esta vez me coloqué hasta adelante, canté con un mariachi espantosamente desafinado, le menté la madre a gritos para que se largara: quienes me conocen saben que tengo megáfono integrado; y así, con mi dulce voz, logré igualar en volumen al sistema de sonido cuando les grité a los organizadores “¡¡Aprendan a escuchar al pueblo: NO queremos música!!” Mi voz atravesó media plaza. Me desilusionó muchísimo ver que al equipo de Morena le valían madres nuestros gritos de “¡Conferencia! ¡Conferencia!” y pretendían seguir con la bonita tradición del “pan y circo”. Y es que ya lo sabíamos, ¿no?: Morena no es AMLO; su gente es suya, pero no es como él. Va a haber que reeducarlos. Que aprendan, sí, a escuchar al pueblo. Estamos hasta la madre de mariachis: queremos escuchar las conferencias de prensa, queremos discutir las opciones, queremos participar activamente; ya no queremos estar al margen. Y estamos hartos de que nos ignoren.
            Por fin llegó Andrés Manuel.
            Lo logró: ganó. Nosotros hicimos que ganara. La gente gritaba hasta desgañitarse, eufórica. Algunos lloraron cuando comenzó a hablar.
            Dijo muchas cosas, pero la única que a mí me sonó a algo que me interese, fue esta promesa: “No mentir. No robar. No traicionar al pueblo”. Todos nos volvimos locos. Una lluvia de papel blanco picado cayó sobre nosotros. Nos pusimos a cantar el Himno Nacional a gritos. Y en ese momento me pregunté si será posible, si acaso será posible que, quién sabe cómo, nos hayamos conseguido a un presidente que sí esté dispuesto a ayudarnos a levantar un México en el que sí quepamos todos, incluso alguien como yo.
            Dejamos el Zócalo después de la medianoche. Ya no había metro, así que caminamos, todos juntos; unos iban cantando o gritando consignas; otros sólo sonreíamos con una alegría tonta. Dio la 1 de la madrugada y yo aún caminaba por Madero; éramos muchísimos y avanzábamos sin prisa, disfrutando la fiesta; yo creo que todos sabíamos que a la mañana siguiente habría que empezar el periodo de transición, aguantar la amargura de los que vieron perder a su candidato y que no tienen nuestra experiencia para aguantar los golpes de cada fracaso, cada sexenio. Esta vez nos tocó a nosotros festejar.
            Íbamos ya por el Hemiciclo cuando se me ocurrió una idea sobrecogedora: ¿¿qué se sentirá vivir bajo un gobierno al que no le tienes miedo??  Yo no espero gran cosa de Obrador; la gente que lo rodea es… cuestionable; harto cuestionable (y me estoy viendo muy amable). Pero al menos -¿será posible?-, al menos viviremos 6 años sin estudiantes asesinados por el Gobierno. 6 años sin preguntarme de qué tamaño será ya mi expediente en el CISEN, sin tener que rogar para que no le cumplan las amenazas de muerte a la abogada de Marisa Mondragón, a los abogados de las mujeres de Atenco; 6 años -aunque sean 6- de vivir sin miedo a que el gobierno te apañe, te torture, te desparezca…
            6 años sin miedo. 6 años en que mis estudiantes van a estar seguros; ¿qué se sentirá? Supongo que ha de ser como… como caminar por Madero un domingo a la 1 de la mañana, a paso lento, contentos, tranquilos, sabiéndonos protegidos por todos los que caminan junto a nosotros; yo me imagino que así se ha de sentir.

sábado, 14 de abril de 2018

Dicen que los norcoreanos sufren mucho


Acabo de ver en Netflix dos documentales sobre Corea del Norte; uno se llama Under The Sun y el otro, The Propaganda Game. Antes de verlos (hace ya tiempo) vi una intervención muy conmovedora de una mujer norcoreana muy joven que pedía, con la voz quebrada y una angustia patente, que  alguien hiciera algo por los norcoreanos, porque la dictadura era cruentísima y las condiciones de vida, salvajemente opresivas: no hay libertad de expresión, ni de movimiento; hay dos clases de moneda, una que no sirve para comprar casi nada y que es la que todos ganan y otra que sólo se puede obtener trabajando para embajadas, y tal parece que las ejecuciones son un castigo más o menos común a crímenes relacionados con la traición al “amado líder”, ello descontando el hecho de que, por lo visto, sigue siendo común en ese país la existencia de campos de concentración cuyo fin no es el exterminio, sino la “reeducación” de los presos.
            Hasta aquí, todo suena a que la cosa es grave y lo que le sigue. Pero entonces uno ve los documentales y la cosa ya no es tan clara: sí, al parecer, todo lo que la chica dijo es cierto; el problema es que, si bien nadie puede salir del país, por lo visto son muy pocos los que lo desean: los sistemas educativo y laboral, así como la ideología imperante (una mezcla de marxismo y dogma religioso llamado “juche”) desde hace 65 años (¡65!) ha llevado a la gente a creer, a pie juntillas y sin asomo de dudas, que todos los norcoreanos viven en  el mejor país del mundo y que son felices. Lo más interesante es que ninguno de los dos documentales logra demostrar lo contrario, a pesar de que ambos contaban con recursos de los poderosos gringolandios, a quienes ya sabemos que se les hacen agua los bigotes nomás de pensar en establecer bases militares en ese territorio tan jugoso, tan pegadito a China, tan deseado como en su momento fue Irak y ahora la pobre Siria.
            Sin embargo, el que se titula The Propaganda Game, antes de cerrar su historia aceptando que no lograron encontrar lo que iban buscando, aclaran que en realidad todos, en cualquier país del mundo, somos sujetos de la propaganda de nuestros respectivos regímenes, y que lo único que nos defiende de creer todo lo que esa propaganda nos dice, es la información. Y, claro, como en Corea del Norte no hay flujo de información, de ningún tipo, la gente está indefensa ante el lavado de cerebro al que se ven sometidos desde que nacen.
            Y, pues, me quedé pensando…
            En cuanto a lo dicho por la chiquita norcoreana que imploró ayuda internacional, no dudo que su testimonio sea cierto; no lo dudo y lamento hondamente su sufrimiento. Sin embargo, me quedo con la impresión de que son muy poquititos los que, quién sabe cómo, no acaban de convencerse de las bondades del régimen y se vuelven el objeto de todas las violaciones a derechos humanos que ya conocemos. Todos los demás -que son la extensísima mayoría- o bien se la creen o bien, no es que lo crean pero han descubierto que bajar la cabeza es más cómodo (y más seguro), además de que hasta para mí es evidente que Corea del Norte es un país en el que puedes vivir a toda madre, siempre y cuando encuentres acomodo y satisfacción en el régimen, en cuyo caso tendrás vivienda, atención médica y educación, gratis y de primer nivel, ciudades limpias y hermosas, y suficiente libertad para toma de decisiones personales, tales como qué estudiar, en qué trabajar y con quién casarte.
            Ahora que si tuviste la pésima suerte de nacer un poquito más curioso, menos dócil, más pensante, entonces sí, qué mala pinche suerte tuviste de nacer norcoreano.
            O mexicano, ya que estamos en éstas.
            Y es que, yo no quiero parecer molesta pero aquí en México hay acceso casi irrestricto a la información, si sabes dónde buscar y estás atento a la diferencia entre información y propaganda (ambas, cosas que, viniendo de los gringos, suelen venir empaquetadas y revueltas en el mismo frasco), y aún así nos creemos todo lo que nos dicen. Y si no lo creemos, de todas maneras no hacemos nada, porque también aquí hay ejecuciones y aquí, además, hay desaparecidos, cientos de miles de desaparecidos -43, para ser exactos-; y si además naciste pensante y curioso y rebelde, te va a ir muy, pero de veras muy mal.
            Peor aun, si naces tan pobre y creces tan hambriento, física, mental y espiritualmente, que no tienes tiempo ni ganas de cuestionar tu alrededor, pero además tu sistema educativo, laboral e ideológico te tiene entrenado desde 4 generaciones atrás para ver sólo por ti y por tu familia, el problema entonces, la enorme diferencia con Corea del Norte, es que no vas a tener un hermoso departamento, ni gratis ni de ningún otro modo, ni acceso a servicios médicos de primera gratuitos; y aunque sí podrías tener educación gratuita, hasta la universidad si así lo desearas, las carencias ideológicas y económicas de tu familia te van a impedir avanzar más allá de la primaria. Quizá entres a la secundaria. Y si vives en la Ciudad de México, podrías incluso llegar hasta la preparatoria, pero hasta ahí. En cuanto a la universidad, sí, la UNAM sigue siendo -a costa de luchas estudiantiles largas y plagadas de propaganda engañosa en su contra- la única (y última en América Latina) universidad pública y gratuita; pero, ¿quién puede darse el lujo de estudiar la universidad, aunque sea gratuita, si está obligado a trabajar al mismo tiempo porque hay que pagar rentas o hipotecas que parecen infinitas, por viviendas minúsculas y deplorables, con sueldos que no llegan ni al mínimo que marca la Ley, sin prestaciones y, sobre todo, sin la menor motivación o esperanza de que algo mejor, que nos beneficie a todos, es posible?
            Y entonces, ¿qué?, ¿nos volvemos norcoreanos todos?; ¿o nos lanzamos en oleadas imparables, como mar de fondo, a los Estados Unidos?
            Ni una ni otra; aquí nos vamos a quedar, ¿verdad? Sí, aquí, donde están nuestros muertos, como en el cuento “Luvina” de Rulfo. Quizá algunos vayamos a probar suerte al Otro Lado, pero acabaremos por regresar; siempre lo hacemos. Y votar por el viejito chistoso o por el Little Chicken, por esa pobre mujer con el cerebro desarticulado o por quien sea no va a cambiar nada, y eso lo sabemos desde ahorita. Nuestra miseria es ideológica; nos la inculcaron desde hace más de medio siglo. Y sin embargo, ahí vamos a estar en julio, ante las urnas, porque esa es la propaganda que nos creemos, no importa cuánta información tengamos, nos la seguimos creyendo cada sexenio y ahí vamos, a legitimar ese cambio de estafeta al que juegan nuestros gobernantes cada sexenio, siempre a costa de nuestra patética ignorancia.
            Quizá (sólo quizás) necesitaríamos que esos pobres locos marginados, los que nacen pensantes y rebeldes y llenos de curiosidad, se convirtieran en un milagro y nos enseñaran a los demás a pensar y nos compartieran su curiosidad y se nos pegara tantito de su rebeldía, sólo la suficiente para dejar de ignorar el sufrimiento y la pobreza del de al lado, y hacer nuestras sus necesidades. A lo mejor así, a punta de empatía, podríamos empezar a pensar en tiempos mejores.
            Mientras tanto, me quedo con este amarguísimo sabor de boca después de haberme dado cuenta de que hasta los norcoreanos viven mejor que nosotros.