Crecí en una familia cuyos ideales
políticos se han definido siempre dentro de los límites del conservadurismo:
siempre han votado o por el PRI o, los más incluyentes y propositivos, por el
PAN.
La
cosa es que, además, crecí también oyendo hablar del 68, del 2 de octubre, de
lo glorioso que es nuestro ejército, todo ello mientras viajábamos por el país
en carro, todo el camino hasta Monterrey, o todo hacia el sur, a Oaxaca, donde
están las familias materno-paternas; mis ojos de niña no lograron conciliar la
pobreza brutal del campo, su belleza devastadora y los discursos familiares;
así que, en cuanto el concepto tuvo sentido en mi cabeza, me di cuenta de que
soy izquierdosa. A lo mejor nací así, quién sabe. Pero por ser la única en mi familia que no
ama al PAN ni al ejército, aunque todos saben que soy la oveja descarriada (por
años, amarilla; ahora, morena), mientras no ande regando mis ideas en voz alta,
me toleran (o sea, me ignoran y hacen como que no se enteran).
Por
lo mismo, he sido siempre muy crítica respecto a las causas que apoyo, porque
sé que todo lo que creo y aquello por lo que lucho es cuestionable y lo que le
sigue, entre la gente con la que convivo. Procuro ser prudente y los escucho
despotricar contra la izquierda, hacer picadillo a los candidatos que considero
mejores para el país y hacerse fuertes unos a otros.
A
pesar de todo ello -o quizá, más bien, debido
a esto-, he desarrollado a lo largo de los años una constante actividad
política a contrapelo, rabiosamente antigobierno y convencida de que la vida
política se juega en el día a día, desde la pequeña trinchera que es la propia
vida, más, mucho más allá de los partidos políticos, a ninguno de los cuales he
pertenecido nunca.
Por
ende, llevo todos mis años observando el ir y venir de presidentes a los que
detesto y de los que no espero nada; incluso Fox, en su momento, me pareció
poco digno de esperanzas. El día que ganó, mi mamá quiso ir al Ángel a
celebrar, pero al final no se animó y se quedó viendo los festejos en la tele;
supongo que, de haberse animado, la hubiera acompañado para mirar, desde el margen
en el que me siento siempre más cómoda, la dicha de los panistas.
Así,
pues, nunca pensé que celebraría el triunfo de ningún candidato; ¿de quién?;
desde que Cárdenas nos traicionó como jefe de gobierno del DF y mandó a la PFP
a hollar con sus patotas bestiales el suelo de la UNAM, mis expectativas
políticas se redujeron a lo que un puñado de luchadores sociales son capaces de
hacer por autogestión y organización en corto.
Mi
desilusión no hizo más que ahondarse hace 6 años cuando Peña Nieto se robó la
presidencia y al preguntarle a nuestro candidato AMLO qué procedía nos salió
con la cobardía del “espérense”.
“Espérense”…
¡pero si llevamos toda la vida esperando!
Me
enojé y viví encabronada durante 6 años, con el Peje y con Morena.
Entonces
llegó el fin del sexenio, las candidaturas, los debates; llegó Meade y el
Bronco, de nuevo AMLO, y llegó Anaya.
Anaya…
donde en el diccionario pone “traidor” aparece por definición su foto y su
curriculum vitae. Algo sé yo de traiciones, políticas y personales: un traidor
como dirigente de la patria es simplemente inconcebible para mí.
Y
quise reconsiderar a AMLO; pero la gente que lo rodeaba me sacaba ronchas desde
donde empieza hasta donde acaba; ¿¡qué hace el PES, la derecha
ultraconservadora, ahí?!
No
votar tampoco era opción. Nunca lo ha sido, al menos no para mí, pero ahora,
menos.
Seguí
los debates, todos; leí las plataformas de Anaya y del Peje, completas; y vi a
mis amigos dividirse entre anayistas y amlovers; estos, esperanzados pero
temerosos; aquellos, agresivos, separatistas, clasistas; todos, necios. A los anayistas
no se les podía decir nada, porque todo les ofendía y de todo se enojaban; a
los amlovers, en cambio, todo se les resbalaba: entre más piedras les tiraban,
más alta levantaban su pared.
Después
del segundo debate, yo ya tenía claro por quién no votaría bajo ninguna
circunstancia; lo malo fue que eso me dejó una sola opción: Andrés Manuel. Y
votar por él para no votar por los otros me parecía lo más jodido y apátrida posible.
Finalmente,
una voz lúcida y tranquila escribió “Y porque, entre mis creencias y la
desesperación de los demás, elijo la desesperación de los demás”, en un artículo
maravilloso cuya idea principal era que el voto, esta vez, no debía ser una
cuestión individual sino colectiva.
Así
que voté por AMLO. Jamás imaginé que ganaría. Estaba absolutamente cierta de
que habría chanchullo, como siempre, que se caería el sistema, que se cometería
fraude, que me pasaría otros 6 años odiando a un infeliz traidor… como siempre.
Pero ganó. Yo no daba crédito… ¡ganó! Y ganó por mayoría calificada,
aplastante, avasalladora.
En
cuanto oí a Anaya aceptar la derrota (lo cual me impresionó; yo juraba que iba
a montar otro de sus fabulosos berrinches), decidí que esta vez no me iba a
quedar al margen; que esta vez, yo tenía que ser parte del festejo, porque esta
vez, sólo esta vez, ganamos.
La chica delante de mí había ido a votar
en su pueblo, en Jalisco, junto con toda su familia; luego metió varias cosas
en su mochila y se lanzó así, como va, a la Ciudad de México en representación
de todos los suyos, porque en su casa decidieron que, si el Peje ganaba, al
menos uno de ellos tenía que estar ahí.
La
que estaba detrás de mí se pasó las tres horas clavándome el codo y empujándome
con su panza; recordándome por qué siempre me quedo al margen, hasta atrás,
observando. Pero no esta vez; esta vez me coloqué hasta adelante, canté con un
mariachi espantosamente desafinado, le menté la madre a gritos para que se
largara: quienes me conocen saben que tengo megáfono integrado; y así, con mi
dulce voz, logré igualar en volumen al sistema de sonido cuando les grité a los
organizadores “¡¡Aprendan a escuchar al pueblo: NO queremos música!!” Mi voz atravesó
media plaza. Me desilusionó muchísimo ver que al equipo de Morena le valían
madres nuestros gritos de “¡Conferencia! ¡Conferencia!” y pretendían seguir con
la bonita tradición del “pan y circo”. Y es que ya lo sabíamos, ¿no?: Morena no
es AMLO; su gente es suya, pero no es como él. Va a haber que reeducarlos. Que
aprendan, sí, a escuchar al pueblo. Estamos hasta la madre de mariachis:
queremos escuchar las conferencias de prensa, queremos discutir las opciones,
queremos participar activamente; ya no queremos estar al margen. Y estamos
hartos de que nos ignoren.
Por
fin llegó Andrés Manuel.
Lo
logró: ganó. Nosotros hicimos que ganara. La gente gritaba hasta desgañitarse,
eufórica. Algunos lloraron cuando comenzó a hablar.
Dijo
muchas cosas, pero la única que a mí me sonó a algo que me interese, fue esta
promesa: “No mentir. No robar. No traicionar al pueblo”. Todos nos volvimos
locos. Una lluvia de papel blanco picado cayó sobre nosotros. Nos pusimos a
cantar el Himno Nacional a gritos. Y en ese momento me pregunté si será
posible, si acaso será posible que, quién sabe cómo, nos hayamos conseguido a
un presidente que sí esté dispuesto a ayudarnos a levantar un México en el que
sí quepamos todos, incluso alguien como yo.
Dejamos
el Zócalo después de la medianoche. Ya no había metro, así que caminamos, todos
juntos; unos iban cantando o gritando consignas; otros sólo sonreíamos con una
alegría tonta. Dio la 1 de la madrugada y yo aún caminaba por Madero; éramos
muchísimos y avanzábamos sin prisa, disfrutando la fiesta; yo creo que todos
sabíamos que a la mañana siguiente habría que empezar el periodo de transición,
aguantar la amargura de los que vieron perder a su candidato y que no tienen
nuestra experiencia para aguantar los golpes de cada fracaso, cada sexenio.
Esta vez nos tocó a nosotros festejar.
Íbamos
ya por el Hemiciclo cuando se me ocurrió una idea sobrecogedora: ¿¿qué se
sentirá vivir bajo un gobierno al que no le tienes miedo?? Yo no espero gran cosa de Obrador; la gente
que lo rodea es… cuestionable; harto
cuestionable (y me estoy viendo muy
amable). Pero al menos -¿será posible?-, al menos viviremos 6 años sin
estudiantes asesinados por el Gobierno. 6 años sin preguntarme de qué tamaño
será ya mi expediente en el CISEN, sin tener que rogar para que no le cumplan
las amenazas de muerte a la abogada de Marisa Mondragón, a los abogados de las
mujeres de Atenco; 6 años -aunque sean 6- de vivir sin miedo a que el gobierno
te apañe, te torture, te desparezca…
6
años sin miedo. 6 años en que mis estudiantes van a estar seguros; ¿qué se
sentirá? Supongo que ha de ser como… como caminar por Madero un domingo a la 1 de
la mañana, a paso lento, contentos, tranquilos, sabiéndonos protegidos por
todos los que caminan junto a nosotros; yo me imagino que así se ha de sentir.